La pena de muerte y las ejecuciones extrajudiciales en Colombia – Parte I

«El mundo jamás se ha corregido

o intimidado por el castigo». CARLOS MARX

A diferencia de la pena de muerte, o pena capital, que consiste en causar el deceso de una persona por cuenta de una condena proferida por alguna autoridad establecida, y que se ejecuta como castigo por la comisión de un delito tipificado como tal en un orden normativo, una ejecución extrajudicial, es la muerte causada a una persona deliberadamente por parte de esa autoridad, sin mediar proceso judicial, abusando de su potestad para entonces, ocultar, negar o justificar la violación de su propio ordenamiento institucional y de los derechos humanos. En síntesis es un homicidio, un delito contra persona y bien protegido por el DIH, y concluyentemente un crimen de Estado.

Tal crimen se constituye cuando se transgreden parámetros como la legítima defensa, se violan las normas de combate dentro de un conflicto armado, o el uso racional y proporcionado de la fuerza, o se produce por imprudencia, impericia, negligencia o violación de las reglas.

En el mundo cada vez, acentuando los sentimientos de humanidad y respeto al derecho a la vida, se amplía más y más la exclusión de la pena de muerte de los ordenamientos judiciales, y en órbitas del ordenamiento jurídico internacional, como en la Convención Interamericana de Derechos Humanos, por ejemplo, su art. 4, establece que en los países que no han abolido la pena de muerte, ésta se podría imponer solamente por los delitos más graves, en cumplimiento de sentencia de tribunal competente y de conformidad con la ley que establezca tal pena, la cual ha debido ser dictada con anterioridad a la comisión del delito. De ninguna manera se permite aplicarla contra delitos políticos ni conexos, ni contra delitos para los cuales no hubiese sido aplicable al momento de incurrir en ellos.

También la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha dicho que la imposición de la pena capital respetará una específica doctrina que implica el «examen del escrutinio más estricto»; es decir, estándares de revisión de los casos que cumplan estrictamente con principios como el de legalidad, debido proceso y de un juicio justo. Para la CIDH la imposición de la pena de muerte sin dar la oportunidad de presentar ni considerar circunstancias atenuantes, contraviene la Convención Americana y la Declaración Americana de Derechos Humanos. Tal pena, no es admisible sino para los delitos más graves y jamás aplicable a delitos políticos o delitos comunes conexos con estos.

Entre muchos otros condicionantes que buscan ampliar su excepcionalidad, la pena de muerte no debe aplicarse a quienes en el momento de la comisión del delito, tuvieren menos de dieciocho años de edad o más de setenta, ni a las mujeres en estado de gravidez; debe caber el derecho a solicitar amnistía, indulto o conmutación de la pena; debe darse la posibilidad de un proceso judicial adecuado para poder presentar argumentos y análisis serio de pruebas; garantía del debido proceso que permita el tiempo suficiente para la preparación de la defensa y de conjunto se debe observar el cumplimiento de plenas garantías judiciales, ante tribunales autónomos respecto a otras ramas del poder y sobre todo del Gobierno; liberado el proceso de extrañas influencias, amenazas o interferencias que desdigan del cumplimiento apropiado, independiente y sin prejuicios de las funciones judiciales.

En prevención, además, de las ejecuciones extrajudiciales, el 15 de diciembre de 1989 la Asamblea General de la ONU, bajo Resolución 44/162, estableció para los Estados miembros las responsabilidades que deben asumir para prevenir tales ejecuciones o asesinatos, entre lo que incluyó establecer prohibiciones legales de dichas ejecuciones, garantizar el control de funcionarios autorizados por la ley para usar la fuerza y las armas de fuego, garantizar la protección de personas que estén en peligro de sufrir dichas ejecuciones y prohibir a funcionarios superiores la autorización o incitación a su realización.

No extendiéndonos más en explicar criterios legales, podemos decir que todos son de conocimiento y difusión que simula cumplimiento por parte de los representantes del Estado colombiano. Iván Duque y Rafael Guarín, pese a su mediocridad los conocen, de tal manera que su inobservancia es un asunto no de desconocimiento sino de convencimiento, de concepción fascistoide del manejo del Estado. Siendo, además ellos, parte de la banda que decidió hacer trizas el Acuerdo de Paz de La Habana y lanzar al país hacia el abismo de la continuación de la guerra, amenazando con que nos asesinarán; seguramente contemplando que tenemos el derecho a la legítima defensa y a resistir y a accionar no solamente para defender nuestras vidas sino también la de nuestros compatriotas colocados en la mira de la guerra sucia del régimen, y la posibilidad de seguir combatiendo por la conquista de la paz verdadera. Si así no lo han pensado, nos creen estúpidos.

Pero no son solo ellos, pues las ejecuciones extrajudiciales con la complacencia y coro justificador de los grandes medios de comunicación, es asunto de vieja data; es asunto de Estado, que ha derivado durante décadas en guerra sucia contrainsurgente contra el pueblo desde antes de aparecer la insurgencia armada, en guerra de baja intensidad, en criminal Doctrina de Seguridad Nacional, que entre otras cosas ha sido causa de la persistencia de la rebeldía popular y la insurgencia guerrillera. Por eso no es de extrañar que desde la Casa de Narquiño nos llamen Narcotalia para deslegitimarnos y seguir la secuencia de demonización de siempre; lo hace el Ñeñe Duque, Marta Lucía Memo Fantasma y sus corifeos, repitiendo diatribas anticomunistas que ahora ya no colocan en su remolino fabuloso a Moscú y a La Habana sino a Caracas: «Márquez puede seguir posando en videos y redes sociales desde Venezuela, con el auspicio de la dictadura de Maduro, patrocinadora del terrorismo, pero que sepa que la fuerza pública lo está esperando para darlo de baja, igual que se hizo con el narcotraficante Pablo Escobar», dice Guarín a nombre del Ñeñe Duque, como el más ramplón de los perdonavidas y asumiendo el papel de «el burro hablando de orejas».

Se supone que la última ejecución legal en Colombia, después del ajusticiamiento de quienes supuestamente atentaron contra el presidente Rafael Reyes Prieto (1907), fue en 1909 y en teoría, más no en la práctica, la pena de muerte se abolió definitivamente en Colombia con el Acto Legislativo No. 3 de 1910, gracias a la reforma constitucional de ese año que impulsó la Unión Republicana, en el entendido, al menos de apariencia, como casi todo lo del bipartidismo leguleyo liberal-conservador tradicional, para «garantizar» el maltrecho «Estado de Derecho» burgués.

Pero no, sin duda continuó una tradición de criminalidad de la oligarquía más recalcitrante de este país; esa que, aunque la Constitución de 1886 prohibiera la pena capital por delitos políticos, durante la Guerra de los Mil Días con el argumento de estar dando trato de delincuentes comunes a los soldados liberales, los condenó por «traición a la patria y asalto en cuadrilla de malhechores».

Desde siempre con el racero de la ley del embudo, que con el uso de la «gracia presidencial» permitía la conmutación de la pena, pero favoreciendo, ¡que casualidad!, a los condenados de la alta sociedad. No podía ser un «privilegio» para los de abajo; de pronto una excepción.

Entonces, eso de en primer lugar capturar, en segundo herir para sacar de combate y en último el recurso matar, no va con esa tradición de traganíquel asesinos; sin que exista la norma punitiva, las ejecuciones son pan de cada día en medio de la hipocresía de los verdugos del Bloque de Poder Dominante que les permite seguir asesinando a sangre fría, uno a uno a sus adversarios y enemigos de clase, o en masacres que se ocurren sin inquietar a nadie, eufemísticos «falsos positivos» al tiempo que, por ejemplo, sin sonrojo ratifican instrumentos como el «Segundo Protocolo Facultativo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos destinado a abolir la pena de muerte» proclamado por la Asamblea General de la ONU; o, más recientemente, durante el gobierno del «nobel» pérfido de la paz Juán Manuel Santos, la promulgación de la Ley No. 1410 de 2010 por la que se aprueba el «Protocolo a la Convención Americana Sobre Derechos Humanos Relativos a la Abolición de la Pena de Muerte». Pues parece que los canallas a los que adversamos, esos que nos demonizan pero que en realidad son el diablo haciendo hostias, olvidaron su compromiso en cuanto a que «todos tienen el derecho inalienable de respetar su vida y que este derecho no puede suspenderse por ningún motivo» y que «la aplicación de la pena de muerte tiene consecuencias irreparables que impide la recuperación de cualquier error judicial y elimina la posibilidad de corrección; y…, bueno está lo de la «reeducación del acusado», que es lo que parecen necesitar estos elementos que nos gobiernan.

Por las FARC-EP

Segunda Marquetalia

                UNIDAD JORGE ARTELEnero 27 de 2021

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